martes, 15 de julio de 2014

¡Que me parta en dos si es que existe! (Relato)

                        




Este Relato, está basado en una historia real. 






                 México, 27 de septiembre de 2013






Hoy es un día muy atareado para la Señora Cortez, como lo son comúnmente. Se peina su cabello teñido de rojo oscuro, recogiéndolo como el calor de la ciudad lo exige, y vistiéndose muy casual. Sale de casa apurada, tiene prisa por llegar a un centro de canje, para convertir sus pesos en dólares, y así poder viajar la semana próxima.
A pesar de ser temprano el bochorno ya se puede sentir, y aumenta conforme camina y camina a la avenida más cercana de su colonia. Rápidamente toma un Taxi y sube poniendo su bolso sobre sus piernas.

—Lléveme a la calle La fe.

Enseguida mira por la ventana y escucha la risa del señor conductor. El carro avanza.

—¿La fe? ¿le puedo preguntar algo?

La señora puede ver sus ojos reflejados en el retrovisor interno, por un segundo la mira.
Por supuesto ella sabe cómo les gusta a los taxistas platicar mientras hacen su trabajo, y a decir verdad ella también es muy platicadora. Además el camino será algo largo.

—Sí dígame. —responde entusiasmada.
—¿Usted cree en Dios? —sigue con su vista al frente y sus manos al volante.

Los ojos de la Señora empiezan a buscar alguna señal de que este hombre siguiera alguna religión. Pero nada…
¿Entonces es ateo?
Lo más probable es que sí, por lo tanto puede estar más que segura que entrará en una discusión con el taxista. Y esta conversación se tornará incomoda, y muy desagradable,  ya que ella nació y creció en una familia Católica, y hasta la fecha mantiene con devoción sus creencias. Pero al ver el transcurso del camino, cae en la cuenta de que…todavía queda mucho viaje por delante. Mas aparte el tráfico…

—Sí creo en Dios y soy Católica. —responde poniéndose seria.
—¿Usted cree que Él me perdone? —va disminuyendo su volumen de voz— Porque yo lo ofendí y mucho.


Sus palabras le caen de golpe, y la ponen nerviosa. ¿Qué decir?. No se lo esperaba.

—Pues ¿qué hizo usted? —inquiere.
—Dígame ¿usted cree que es importante rezar el rosario?
—Sí ¿por qué? ¿Tiene alguna duda? —mirando la cabeza del señor.


Vuelve a mirar a la mujer por el espejo retrovisor y traga saliva, preparándose para continuar con lo que quería decir. A ningún otro cliente le ha querido contar, no le inspiraban confianza, pero en cambio esta mujer que aparenta los treinta y tantos años, tiene algo especial. Quizá es por el modo en que le presta atención, o de lo segura que sonó al contestarle: “Sí creo en Dios y soy Católica” De alguna forma su manera de hablar, su voz transmite fuerza. Probablemente ella sea la persona indicada para buscar alguna respuesta, que nadie, absolutamente nadie le ha podido dar. Y eso es frustrante, y desesperante. No ha podido estar en paz.

—Sabe…, yo no creía en Dios. Y me dio una dura lección de su existencia.


Despertando la curiosidad, y haciendo crecer el interés que ya se había ganado de la señora.

—¿Qué le paso?
—Si usted es Católica. —continúa— Sabe que es lo que hacen las mujeres todos los días a las tres de la tarde ¿verdad?
—Ah, sí. Rezar la oración de la Divina Misericordia.



Siempre era lo mismo. Cada que llegaba a mi casa, después del trabajo justamente a las tres de la tarde, encontraba a mi esposa rezando el rosario en la sala. Estaba cansado, hambriento y con ganas de darme una ducha, lo más pronto posible. Y ella aun viéndome que he llegado y necesito comer, me ignoraba y no dejaba de rezar, dejándome en segundo plano. Lo más importante para ella era estar rezando, aunque supiera que yo regresaba del trabajo y ella debería saltar a atenderme, como cualquier esposa haría. No veía venir el día en que abandonara ese rosario para servirme. Entonces yo tenía que ir solo a la cocina y buscar algo que acabara con mi hambre.
No entendía por qué le daba tanto valor a algo tan insignificante como eso. Como si sirviera de algo el rezarle a un Dios. No tenía sentido.
Todos esos corajes, los fui acumulando, no quería gritarle, ni decirle nada, simplemente lo dejaba pasar pero, no aguantaría mucho.

Llegó el día en que todo eso explotó dentro de mí.

En lugar de ir directo a la cocina, esta vez, fui directo a ella, a esa sala color marrón, en dónde sentada sostenía un rosario y lo miraba profundamente, como con un amor, y una paz tan profunda e inmensa.
Me pare delante de ella y la miré como queriéndola taladrar con mi mirada.

—¡Ya me tienes harto! ¡¿No puedes rezar a otra maldita hora?! —vociferé y sentía mi rostro ardiendo— ¡¿Por qué tiene que ser a la hora que sabes que vengo del trabajo y quiero comer?! ¡¿Eh?!

Ella suspendió su rezo y levanto su mirada para verme arrugando su frente.


—¡Siempre es lo mismo! —grite y retrocedí, cruzando mis brazos.
—¿Por qué no vienes más temprano? A las dos de la tarde, por ejemplo. —sonando calmada.
—¡Mira..., yo vengo a la hora que me plazca! ¡Ve a la cocina y sírveme el plato! ¡Qué tengo que volver al trabajo otra vez! ¡Por qué tu Dios no nos dará de comer! ¡¿O sí?! ¡Tengo muchas cuentas que pagar y él no las va a saldar por mí!

No abrió su boca. No me dijo nada más. Solo guardo su rosario y se encaminó a la cocina, para hacer justo lo que le pedí. Eso, que debió haber hecho en todo este tiempo pasado. De haber sido así, me habría ahorrado la molestia de gritarle y reclamarle. Pero me había hecho llegar a un punto en el que la tolerancia, cayó por los suelos.

Solo fue ese día. Después siguió igual, no dejaba de rezar a esa misma hora todos los días. Como si lo hiciera por molestarme a propósito, creí habérselo dejado bien claro, pero por lo visto no fue así.
Sin embargo ahora sabía que no aprobaba el hecho de que se pusiera a rezarle a Dios justo cuando llegaba a comer.  Durante semanas, pasaba lo mismo.


—Ya casi termino. Ve calentando la comida, ahora mismo voy para servirte.

Nuevamente, no quería caer en la ira, y atacarla con mis duras palabras. Por eso, una vez más lo soporte. Así sería hasta que se agotara mi paciencia, que yo esperaba que nunca fuera así, y que viera su error y lo corrigiera antes de que viniera lo peor. Pero no fue así. Ella seguía igual, fervientemente rezando puntual.
Y justo como lo suponía, mi paciencia se acabó. Mi rostro se oscureció, mi ceño se frunció, y mis ojos parecían tener fuego.

La encare y resople.

—¡No seas estúpida! —gruñí, y le arranque el rosario de sus manos, y lo apreté en mi puño que extendí a ella con dureza— ¡Dios no existe! ¡Eso se lo dicen a las mujeres idiotas como tú! —casi sonaba a rugido.

Como era de esperarse. De los ojos de mi mujer se derramaban lágrimas que escurrían por sus mejillas, y me miraba con una angustia grande reflejada en su faz, como en un rictus de dolor, pero a la vez, como si sintiera lastima por mí.

—¿No ves cómo está el mundo? —dijo con su voz quebrantada—Rezamos para pedir por todos los que no creen. Para que alcancen el perdón y la gracia de Dios.
—¡A mí me importa una mierda tu Dios! —baje mi puño pero no deje de oprimirlo—¡¿Qué no entiendes?! ¡Eres estúpida! Deja de creer que existe algo más. Estamos solos no existe ningún Dios.


Podía oír sus berridos mientras le gritaba.

—No blasfemes por favor. —suplicó con vos temblorosa por el llanto.

Pero ni  sus ojos viéndome como implorándome, arrasados en lágrimas, ni sus palabras… me calmarían. Si no que fue todo lo contrario, fue como si algo dentro de mí se quebró y desato mi furia total.

—¡Que venga tu Dios y que me parta en dos si es que existe!

Revente en carcajadas porque sabía que no pasaría nada.

—¿Ves? ¿Dónde está tu Dios?

Rematé rompiendo el rosario con mis manos y lo tire contra una pared.
Mi respiración era agitada por la alteración. Su llanto aumentó, pero la deje ahí sola, y  volví a mi trabajo.

Desde ese día mi esposa cambió su hora para rezar, y cuando daban las tres de la tarde y llegaba a comer me atendía de inmediato, pero sin esa sonrisa que siempre iluminaba su rostro. Su expresión la cambio para mí, solo para mí. Estaba resentida conmigo, pero yo lo pase por alto, o al menos lo intenté.
Seguí como siempre, trabajando, y llegando los fines de semana ebrio a casa, sabía que eso ella lo odiaba, pero a estas alturas…ya debería estar acostumbrada. Yo no cambiaría nunca, ya era así.
A veces me preguntaba ¿Cómo un hombre como yo podía tener un hijo tan bueno? Mi único hijo, y tan contrario a su padre. De hecho, se parecía mucho a su madre. No tenía ningún vicio, era muy trabajador, obediente, y muy serio. Nunca nos dio problemas de ningún tipo. Mi hijo, que siempre había sido así, como si…, fuera parte de su naturaleza. Lo único que me preocupaba de él, era que no tenía novia aún. A sus diecinueve años.
Es por eso, que de vez en cuando, lo buscaba en su habitación tratando de animarlo.

Toqué su puerta tres veces.

—Papá… —me abrió con una leve sonrisa.
—Hijo ¿Qué estás haciendo?.
—Pues nada, solo veía un poco la televisión.

Se puso cómodo en su cama y tomo el control del televisor para cambiar de canal. Aproveche para acercarme.

—Es fin de semana, deberías salir con tus amigos. Quien sabe quizá en una de esas conozcas a alguna chica muy guapa. —le di una palmada en su hombro.

El soltó la risa.

—Ay Papá. Si lo sé, pero no este fin de semana. Al parecer todos estarán con sus novias. Ocupados en otros asuntos. Además quiero descansar.
—Entiendo hijo. Haz estado trabajando muy duro.
—Sí. —apagó el televisor y volteó a verme a los ojos— Y mamá… ¿Ya te disculpaste con ella?

No supe que responder y miré a otro lado.

—Y…no solo la ofendiste a ella ¿verdad?

Suspiré.

—Bueno…te dejo descansar hijo. Tengo cosas que hacer.

Salí de su habitación antes de que se pusiera tenso el momento. Quería mucho a mi hijo, y quería evitar una discusión con él.
Sin duda me hizo pensar un poco las cosas, pero, no hice nada para remediarlo.

Tras cinco días, recibí una llamada. Iba en mi taxi, precisamente tenía un cliente abordo, lo llevaba a su destino. Pero es de esas pocas personas que son muy reservadas y no quieren hablar. Asi que no tuve problemas para responder mi celular. Una voz masculina sonó.

—¿Usted es el señor Fernando Martínez?
—Sí.

Esto no sonaba nada bien, lo que me puso algo nervioso pero un semáforo en rojo me hizo detener.

—Señor, le hablamos para informarle que su hijo acaba de fallecer.

Mis labios temblaron y no pudieron pronunciar palabras por unos segundos. ¿Estaba hablando en serio? Por supuesto que no, tiene que ser una broma, y muy pesada por cierto.

—¿Señor?
—¡¿Qué?! No, no, no. Usted debe estar equivocado, debe ser otra persona. Si mi hijo apenas tiene diecinueve años.
—No Señor. Tiene que venir a recoger sus pertenencias…él ya falleció.

Todo mí alrededor se oscureció, pero mis ojos los tenía bien abiertos, saltones. Sabía que el semáforo había cambiado a verde, pero mi mente, mis manos, mis pies, nada me respondía. A lo lejos escuché las bocinas de los autos que esperaban detrás de mí a que avanzara. Incluso también pude oír que el hombre que venía sentado en el asiento de atrás me pedía que siguiera, también como sacudía mi hombro con la intención de que reaccionara. Ahí supe que estaba pasmado. Todo se hacía pedazos. Me costó un minuto volver a mis sentidos y gritar con desesperación, y desgarrándome en dolor. Como nunca. Mi pecho ardía, y arranque a toda velocidad, casi estrellándome con otro coche, iba tan rápido, como queriendo escapar de esa sensación, de esta noticia, que sin duda no conseguía asimilar.
¿Por qué mi hijo? ¿Por qué él? Si estaba tan sano, tan vivo. Y yo…¿Por qué no yo? Siendo un borracho y un cabrón. No era posible, no era creíble. Hasta que… vino a mi mente la razón.
Yo…era el culpable.
Lo que dije, lo que le dije a él, al que está en los cielos. Al que rete, al que blasfeme. Nada ni nadie, tenía la culpa más que yo. Tuve miedo, mucho miedo, mucho dolor, y un sentimiento de culpa tan grande, que no cabía en mi pecho. Se desbordó todo en lágrimas. Yo lo había pedido, yo se lo había pedido. Que me partiera en dos, y sí, lo hizo, me lo concedió, justo y como yo lo desee. Me partió en dos, el corazón. Me partió en dos, mi vida, y me partió en dos…mi alma.



Cuando fui por el cuerpo de mi hijo. El doctor con un semblante serio y unos ojos como soñolientos, cansados. Me miró y se dirigió a mí.




—Su hijo murió de un infarto. Es extraño…, solo fue un infarto, pero en la autopsia nos dimos cuenta que, su corazón, casi se partió en dos.



No soporte semejante impresión. Me eche a correr, y salí llorando del lugar. ¿Por qué tuvo que ser así? ¿Por qué me tuvo que probar que si existía de esa forma? ¿Por qué no me mató a mí? ¿Por qué no a mí?.



La Señora Cortez está muy atenta a lo que le cuenta el taxista. Una historia sin duda impactante, y muy dolorosa. Pero al perder la vista de él, para ver a través de su ventana, puede distinguir que está por llegar a su destino.

Un alto. El taxi se detiene por el semáforo. Y puede voltearse para darle la cara a la señora sin soltar con una mano el volante. Clava su mirada fija en sus ojos, una mirada profunda con una capa delgada de brillo que había cubierto los ojos del señor. Por el sentimiento que seguramente lo ha invadido al recordarlo todo.

—Ahora usted tiene que decirme. ¿Por qué él y yo no?.


Algo incomoda, y sintiéndose un tanto nerviosa y amenazada por la mirada y esa pregunta que parecía exigirle a ella una respuesta. ¿Y que pasara si lo que dice no le es suficiente? Si no le es convincente o lo hace enojar de algún modo. Podría decirle “Aquí me bajo” Y pagarle para huir de esta situación, pero claro que es algo que no sería capaz de hacer, porque es una adulta, y es una Católica, y como buena creyente y mujer de fe, debe darle una respuesta, decirle algo para consolar su alma, para despejar sus dudas, para ayudarle. Quizá Dios ha sido quien lo ha puesto en su camino, para que sea su voz y le diga lo que este señor no ha podido saber, lo que nadie le ha podido decir. ¿Pero por qué ella? No hay tiempo de cuestionar, ni pensar demasiado, el señor la sigue viendo esperando sus palabras, y el semáforo no tardará en cambiar. Tiene que buscar las palabras más adecuadas, y que sean breves, ya que está a por llegar al centro de canje. Hay poco tiempo.

—Dios sabe porque hace las cosas.

El semáforo señala que pueden seguir y el taxista hace un gesto con el que puede deducir que no ha quedado satisfecho. El taxi se mueve para continuar.
Ya no la está viendo, pero tampoco ha dicho nada. Esto no puede quedar así.

—Usted lo retó. —añade con prisa—Y a Dios no se le reta, él sabe cuándo dar o quitar. Y pues en la biblia dice que, todos nuestros pecados nos serán perdonados, si los confesamos. Él es fiel y justo, para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad. Bueno ya sabe..., tiene que ir a confesarse, comulgar y tener fe. Y sobre todo creer en Dios.
—No. Yo quiero que él me mate. Es lo que merezco.

Como si no hubiera escuchado bien lo que le dijo.
La señora suspira viendo cada vez más cerca el centro de canje.

—Pues lo siento, pero él es quien da la vida y también la quita. La vida le pertenece a él, al igual que su alma. ¿O qué? ¿Todavía no entiende?


Creyendo que tal vez ha sido muy dura con sus palabras. ¿Pero cómo decirle algo de modo que entienda?

—Pero ¿Por qué mi hijo? Sí él era tan bueno…, él no tenía la culpa de nada.
—Sabe…—en una voz más serena y profunda, como si alguna paz, o algo más se ha apoderado de ella, hasta su rostro cambia— las almas vienen a este mundo, por que piden ser probadas. Y su hijo para Dios cumplió. Y por eso ya está con él. Regreso a Dios, quien lo creo.


Quizá sería algo que el señor tardaría en entender, como un alma en pañales. Pero la Señora bajo del taxi con la esperanza de que algún día lo entendiera, y también, que fuera a confesarse y por supuesto que recibiera el perdón de Dios. Para que pueda estar en paz.
Fue probablemente una lección muy dura la que recibió, pero necesaria. El de su propia boca, la pidió, de la mano de un sentimiento tan fuerte como el odio.

Retó a Dios que le probara de su existencia, y asi fue.






2 comentarios:

  1. Certero relato y remate final pues Dios existe, sin duda alguna.

    Saludos.

    ResponderEliminar
  2. Un relato cargado de fe, con un claro mensaje para para el creyente devoto. Un gran manejo de la culpa, la crueldad y la indiferencia.
    Buen cuento, Sarah.
    Saludos.

    ResponderEliminar

¡Gracias por leer!. Puedes comentar no importa si no tienes Blog, comenta como Anónimo, o pon tu nombre y el link de cualquier pagina, ahí te da opciones el Blog. Recuerda tus comentarios son gratificantes e importantes para mi :)