Este Relato, está basado en una historia real.
México, 27 de septiembre de
2013
Hoy
es un día muy atareado para la Señora Cortez, como lo son comúnmente. Se peina
su cabello teñido de rojo oscuro, recogiéndolo como el calor de la ciudad lo
exige, y vistiéndose muy casual. Sale de casa apurada, tiene prisa por llegar a
un centro de canje, para convertir sus pesos en dólares, y así poder viajar la
semana próxima.
A
pesar de ser temprano el bochorno ya se puede sentir, y aumenta conforme camina
y camina a la avenida más cercana de su colonia. Rápidamente toma un Taxi y
sube poniendo su bolso sobre sus piernas.
—Lléveme
a la calle La fe.
Enseguida
mira por la ventana y escucha la risa del señor conductor. El carro avanza.
—¿La
fe? ¿le puedo preguntar algo?
La
señora puede ver sus ojos reflejados en el retrovisor interno, por un segundo
la mira.
Por
supuesto ella sabe cómo les gusta a los taxistas platicar mientras hacen su
trabajo, y a decir verdad ella también es muy platicadora. Además el camino
será algo largo.
—Sí
dígame. —responde entusiasmada.
—¿Usted
cree en Dios? —sigue con su vista al frente y sus manos al volante.
Los
ojos de la Señora empiezan a buscar alguna señal de que este hombre siguiera
alguna religión. Pero nada…
¿Entonces
es ateo?
Lo
más probable es que sí, por lo tanto puede estar más que segura que entrará en
una discusión con el taxista. Y esta conversación se tornará incomoda, y muy desagradable, ya que ella nació y creció en una familia
Católica, y hasta la fecha mantiene con devoción sus creencias. Pero al ver el
transcurso del camino, cae en la cuenta de que…todavía queda mucho viaje por
delante. Mas aparte el tráfico…
—Sí
creo en Dios y soy Católica. —responde poniéndose seria.
—¿Usted
cree que Él me perdone? —va disminuyendo su volumen de voz— Porque yo lo ofendí
y mucho.
Sus
palabras le caen de golpe, y la ponen nerviosa. ¿Qué decir?. No se lo esperaba.
—Pues
¿qué hizo usted? —inquiere.
—Dígame
¿usted cree que es importante rezar el rosario?
—Sí
¿por qué? ¿Tiene alguna duda? —mirando la cabeza del señor.
Vuelve
a mirar a la mujer por el espejo retrovisor y traga saliva, preparándose para
continuar con lo que quería decir. A ningún otro cliente le ha querido contar,
no le inspiraban confianza, pero en cambio esta mujer que aparenta los treinta
y tantos años, tiene algo especial. Quizá es por el modo en que le presta
atención, o de lo segura que sonó al contestarle: “Sí creo en Dios y soy
Católica” De alguna forma su manera de hablar, su voz transmite fuerza.
Probablemente ella sea la persona indicada para buscar alguna respuesta, que
nadie, absolutamente nadie le ha podido dar. Y eso es frustrante, y
desesperante. No ha podido estar en paz.
—Sabe…,
yo no creía en Dios. Y me dio una dura lección de su existencia.
Despertando
la curiosidad, y haciendo crecer el interés que ya se había ganado de la
señora.
—¿Qué
le paso?
—Si
usted es Católica. —continúa— Sabe que es lo que hacen las mujeres todos los
días a las tres de la tarde ¿verdad?
—Ah,
sí. Rezar la oración de la Divina Misericordia.
Siempre
era lo mismo. Cada que llegaba a mi casa, después del trabajo justamente a las
tres de la tarde, encontraba a mi esposa rezando el rosario en la sala. Estaba
cansado, hambriento y con ganas de darme una ducha, lo más pronto posible. Y
ella aun viéndome que he llegado y necesito comer, me ignoraba y no dejaba de
rezar, dejándome en segundo plano. Lo más importante para ella era estar rezando,
aunque supiera que yo regresaba del trabajo y ella debería saltar a atenderme,
como cualquier esposa haría. No veía venir el día en que abandonara ese rosario
para servirme. Entonces yo tenía que ir solo a la cocina y buscar algo que
acabara con mi hambre.
No
entendía por qué le daba tanto valor a algo tan insignificante como eso. Como
si sirviera de algo el rezarle a un Dios. No tenía sentido.
Todos
esos corajes, los fui acumulando, no quería gritarle, ni decirle nada,
simplemente lo dejaba pasar pero, no aguantaría mucho.
Llegó
el día en que todo eso explotó dentro de mí.
En
lugar de ir directo a la cocina, esta vez, fui directo a ella, a esa sala color
marrón, en dónde sentada sostenía un rosario y lo miraba profundamente, como
con un amor, y una paz tan profunda e inmensa.
Me
pare delante de ella y la miré como queriéndola taladrar con mi mirada.
—¡Ya
me tienes harto! ¡¿No puedes rezar a otra maldita hora?! —vociferé y sentía mi
rostro ardiendo— ¡¿Por qué tiene que ser a la hora que sabes que vengo del
trabajo y quiero comer?! ¡¿Eh?!
Ella
suspendió su rezo y levanto su mirada para verme arrugando su frente.
—¡Siempre
es lo mismo! —grite y retrocedí, cruzando mis brazos.
—¿Por
qué no vienes más temprano? A las dos de la tarde, por ejemplo. —sonando
calmada.
—¡Mira...,
yo vengo a la hora que me plazca! ¡Ve a la cocina y sírveme el plato! ¡Qué
tengo que volver al trabajo otra vez! ¡Por qué tu Dios no nos dará de comer!
¡¿O sí?! ¡Tengo muchas cuentas que pagar y él no las va a saldar por mí!
No
abrió su boca. No me dijo nada más. Solo guardo su rosario y se encaminó a la
cocina, para hacer justo lo que le pedí. Eso, que debió haber hecho en todo
este tiempo pasado. De haber sido así, me habría ahorrado la molestia de
gritarle y reclamarle. Pero me había hecho llegar a un punto en el que la
tolerancia, cayó por los suelos.
Solo
fue ese día. Después siguió igual, no dejaba de rezar a esa misma hora todos
los días. Como si lo hiciera por molestarme a propósito, creí habérselo dejado
bien claro, pero por lo visto no fue así.
Sin
embargo ahora sabía que no aprobaba el hecho de que se pusiera a rezarle a Dios
justo cuando llegaba a comer. Durante
semanas, pasaba lo mismo.
—Ya
casi termino. Ve calentando la comida, ahora mismo voy para servirte.
Nuevamente,
no quería caer en la ira, y atacarla con mis duras palabras. Por eso, una vez
más lo soporte. Así sería hasta que se agotara mi paciencia, que yo esperaba
que nunca fuera así, y que viera su error y lo corrigiera antes de que viniera
lo peor. Pero no fue así. Ella seguía igual, fervientemente rezando puntual.
Y
justo como lo suponía, mi paciencia se acabó. Mi rostro se oscureció, mi ceño
se frunció, y mis ojos parecían tener fuego.
La
encare y resople.
—¡No
seas estúpida! —gruñí, y le arranque el rosario de sus manos, y lo apreté en mi
puño que extendí a ella con dureza— ¡Dios no existe! ¡Eso se lo dicen a las
mujeres idiotas como tú! —casi sonaba a rugido.
Como
era de esperarse. De los ojos de mi mujer se derramaban lágrimas que escurrían
por sus mejillas, y me miraba con una angustia grande reflejada en su faz, como
en un rictus de dolor, pero a la vez, como si sintiera lastima por mí.
—¿No
ves cómo está el mundo? —dijo con su voz quebrantada—Rezamos para pedir por
todos los que no creen. Para que alcancen el perdón y la gracia de Dios.
—¡A
mí me importa una mierda tu Dios! —baje mi puño pero no deje de oprimirlo—¡¿Qué
no entiendes?! ¡Eres estúpida! Deja de creer que existe algo más. Estamos solos
no existe ningún Dios.
Podía
oír sus berridos mientras le gritaba.
—No
blasfemes por favor. —suplicó con vos temblorosa por el llanto.
Pero
ni sus ojos viéndome como implorándome,
arrasados en lágrimas, ni sus palabras… me calmarían. Si no que fue todo lo
contrario, fue como si algo dentro de mí se quebró y desato mi furia total.
—¡Que
venga tu Dios y que me parta en dos si es que existe!
Revente
en carcajadas porque sabía que no pasaría nada.
—¿Ves?
¿Dónde está tu Dios?
Rematé
rompiendo el rosario con mis manos y lo tire contra una pared.
Mi
respiración era agitada por la alteración. Su llanto aumentó, pero la deje ahí
sola, y volví a mi trabajo.
Desde
ese día mi esposa cambió su hora para rezar, y cuando daban las tres de la
tarde y llegaba a comer me atendía de inmediato, pero sin esa sonrisa que siempre
iluminaba su rostro. Su expresión la cambio para mí, solo para mí. Estaba
resentida conmigo, pero yo lo pase por alto, o al menos lo intenté.
Seguí
como siempre, trabajando, y llegando los fines de semana ebrio a casa, sabía
que eso ella lo odiaba, pero a estas alturas…ya debería estar acostumbrada. Yo
no cambiaría nunca, ya era así.
A
veces me preguntaba ¿Cómo un hombre como yo podía tener un hijo tan bueno? Mi
único hijo, y tan contrario a su padre. De hecho, se parecía mucho a su madre.
No tenía ningún vicio, era muy trabajador, obediente, y muy serio. Nunca nos
dio problemas de ningún tipo. Mi hijo, que siempre había sido así, como si…,
fuera parte de su naturaleza. Lo único que me preocupaba de él, era que no
tenía novia aún. A sus diecinueve años.
Es
por eso, que de vez en cuando, lo buscaba en su habitación tratando de
animarlo.
Toqué
su puerta tres veces.
—Papá…
—me abrió con una leve sonrisa.
—Hijo
¿Qué estás haciendo?.
—Pues
nada, solo veía un poco la televisión.
Se
puso cómodo en su cama y tomo el control del televisor para cambiar de canal. Aproveche
para acercarme.
—Es
fin de semana, deberías salir con tus amigos. Quien sabe quizá en una de esas
conozcas a alguna chica muy guapa. —le di una palmada en su hombro.
El
soltó la risa.
—Ay
Papá. Si lo sé, pero no este fin de semana. Al parecer todos estarán con sus
novias. Ocupados en otros asuntos. Además quiero descansar.
—Entiendo
hijo. Haz estado trabajando muy duro.
—Sí.
—apagó el televisor y volteó a verme a los ojos— Y mamá… ¿Ya te disculpaste con
ella?
No
supe que responder y miré a otro lado.
—Y…no
solo la ofendiste a ella ¿verdad?
Suspiré.
—Bueno…te
dejo descansar hijo. Tengo cosas que hacer.
Salí
de su habitación antes de que se pusiera tenso el momento. Quería mucho a mi
hijo, y quería evitar una discusión con él.
Sin
duda me hizo pensar un poco las cosas, pero, no hice nada para remediarlo.
Tras
cinco días, recibí una llamada. Iba en mi taxi, precisamente tenía un cliente
abordo, lo llevaba a su destino. Pero es de esas pocas personas que son muy
reservadas y no quieren hablar. Asi que no tuve problemas para responder mi
celular. Una voz masculina sonó.
—¿Usted
es el señor Fernando Martínez?
—Sí.
Esto
no sonaba nada bien, lo que me puso algo nervioso pero un semáforo en rojo me
hizo detener.
—Señor,
le hablamos para informarle que su hijo acaba de fallecer.
Mis
labios temblaron y no pudieron pronunciar palabras por unos segundos. ¿Estaba
hablando en serio? Por supuesto que no, tiene que ser una broma, y muy pesada
por cierto.
—¿Señor?
—¡¿Qué?!
No, no, no. Usted debe estar equivocado, debe ser otra persona. Si mi hijo apenas
tiene diecinueve años.
—No
Señor. Tiene que venir a recoger sus pertenencias…él ya falleció.
Todo
mí alrededor se oscureció, pero mis ojos los tenía bien abiertos, saltones.
Sabía que el semáforo había cambiado a verde, pero mi mente, mis manos, mis
pies, nada me respondía. A lo lejos escuché las bocinas de los autos que
esperaban detrás de mí a que avanzara. Incluso también pude oír que el hombre
que venía sentado en el asiento de atrás me pedía que siguiera, también como
sacudía mi hombro con la intención de que reaccionara. Ahí supe que estaba
pasmado. Todo se hacía pedazos. Me costó un minuto volver a mis sentidos y
gritar con desesperación, y desgarrándome en dolor. Como nunca. Mi pecho ardía,
y arranque a toda velocidad, casi estrellándome con otro coche, iba tan rápido,
como queriendo escapar de esa sensación, de esta noticia, que sin duda no conseguía
asimilar.
¿Por
qué mi hijo? ¿Por qué él? Si estaba tan sano, tan vivo. Y yo…¿Por qué no yo?
Siendo un borracho y un cabrón. No era posible, no era creíble. Hasta que… vino
a mi mente la razón.
Yo…era
el culpable.
Lo
que dije, lo que le dije a él, al que está en los cielos. Al que rete, al que
blasfeme. Nada ni nadie, tenía la culpa más que yo. Tuve miedo, mucho miedo,
mucho dolor, y un sentimiento de culpa tan grande, que no cabía en mi pecho. Se
desbordó todo en lágrimas. Yo lo había pedido, yo se lo había pedido. Que me
partiera en dos, y sí, lo hizo, me lo concedió, justo y como yo lo desee. Me
partió en dos, el corazón. Me partió en dos, mi vida, y me partió en dos…mi
alma.
Cuando
fui por el cuerpo de mi hijo. El doctor con un semblante serio y unos ojos como
soñolientos, cansados. Me miró y se dirigió a mí.
—Su
hijo murió de un infarto. Es extraño…, solo fue un infarto, pero en la autopsia
nos dimos cuenta que, su corazón, casi se partió en dos.
No
soporte semejante impresión. Me eche a correr, y salí llorando del lugar. ¿Por
qué tuvo que ser así? ¿Por qué me tuvo que probar que si existía de esa forma? ¿Por
qué no me mató a mí? ¿Por qué no a mí?.
La
Señora Cortez está muy atenta a lo que le cuenta el taxista. Una historia sin
duda impactante, y muy dolorosa. Pero al perder la vista de él, para ver a través
de su ventana, puede distinguir que está por llegar a su destino.
Un
alto. El taxi se detiene por el semáforo. Y puede voltearse para darle la cara
a la señora sin soltar con una mano el volante. Clava su mirada fija en sus
ojos, una mirada profunda con una capa delgada de brillo que había cubierto los
ojos del señor. Por el sentimiento que seguramente lo ha invadido al recordarlo
todo.
—Ahora
usted tiene que decirme. ¿Por qué él y yo no?.
Algo
incomoda, y sintiéndose un tanto nerviosa y amenazada por la mirada y esa
pregunta que parecía exigirle a ella una respuesta. ¿Y que pasara si lo que
dice no le es suficiente? Si no le es convincente o lo hace enojar de algún
modo. Podría decirle “Aquí me bajo” Y
pagarle para huir de esta situación, pero claro que es algo que no sería capaz
de hacer, porque es una adulta, y es una Católica, y como buena creyente y
mujer de fe, debe darle una respuesta, decirle algo para consolar su alma, para
despejar sus dudas, para ayudarle. Quizá Dios ha sido quien lo ha puesto en su
camino, para que sea su voz y le diga lo que este señor no ha podido saber, lo
que nadie le ha podido decir. ¿Pero por qué ella? No hay tiempo de cuestionar,
ni pensar demasiado, el señor la sigue viendo esperando sus palabras, y el semáforo
no tardará en cambiar. Tiene que buscar las palabras más adecuadas, y que sean
breves, ya que está a por llegar al centro de canje. Hay poco tiempo.
—Dios
sabe porque hace las cosas.
El
semáforo señala que pueden seguir y el taxista hace un gesto con el que puede
deducir que no ha quedado satisfecho. El taxi se mueve para continuar.
Ya
no la está viendo, pero tampoco ha dicho nada. Esto no puede quedar así.
—Usted
lo retó. —añade con prisa—Y a Dios no se le reta, él sabe cuándo dar o quitar.
Y pues en la biblia dice que, todos nuestros pecados nos serán perdonados, si
los confesamos. Él es fiel y justo, para perdonar nuestros pecados, y
limpiarnos de toda maldad. Bueno ya sabe..., tiene que ir a confesarse,
comulgar y tener fe. Y sobre todo creer en Dios.
—No.
Yo quiero que él me mate. Es lo que merezco.
Como
si no hubiera escuchado bien lo que le dijo.
La
señora suspira viendo cada vez más cerca el centro de canje.
—Pues
lo siento, pero él es quien da la vida y también la quita. La vida le pertenece
a él, al igual que su alma. ¿O qué? ¿Todavía no entiende?
Creyendo
que tal vez ha sido muy dura con sus palabras. ¿Pero cómo decirle algo de modo
que entienda?
—Pero
¿Por qué mi hijo? Sí él era tan bueno…, él no tenía la culpa de nada.
—Sabe…—en
una voz más serena y profunda, como si alguna paz, o algo más se ha apoderado
de ella, hasta su rostro cambia— las almas vienen a este mundo, por que piden
ser probadas. Y su hijo para Dios cumplió. Y por eso ya está con él. Regreso a
Dios, quien lo creo.
Quizá
sería algo que el señor tardaría en entender, como un alma en pañales. Pero la
Señora bajo del taxi con la esperanza de que algún día lo entendiera, y
también, que fuera a confesarse y por supuesto que recibiera el perdón de Dios.
Para que pueda estar en paz.
Fue
probablemente una lección muy dura la que recibió, pero necesaria. El de su propia
boca, la pidió, de la mano de un sentimiento tan fuerte como el odio.
Retó
a Dios que le probara de su existencia, y asi fue.
.
Certero relato y remate final pues Dios existe, sin duda alguna.
ResponderEliminarSaludos.
Un relato cargado de fe, con un claro mensaje para para el creyente devoto. Un gran manejo de la culpa, la crueldad y la indiferencia.
ResponderEliminarBuen cuento, Sarah.
Saludos.